Donde no existe la gracia de Dios, nace la amargura.
Pero cuando se abraza la gracia de Dios, el perdón florece.
En la que muchos consideran la carta final de Pablo, este insta a
Timoteo a que se esfuerce “en la gracia que es en Cristo Jesús” (2
Timoteo 2.1).
Cuánta percepción hay en esta última exhortación. Pablo no insta a
Timoteo a esforzarse en la oración, ni en el estudio bíblico, ni en la
benevolencia, vital como cada una de estas cosas pudiera ser.
Quiere que su hijo en la fe se especialice en la gracia. Anhela este
territorio. Mora en esta verdad. Si se pierde algo, que no sea la gracia
de Dios.
Cuanto más caminemos en el jardín, más se nos pegará el aroma de las
flores. Cuanto más nos sumerjamos en la gracia, más daremos gracia.
¿Pudiera ser esta la clave para enfrentar la ira? ¿Pudiera ser que el
secreto no es exigir el pago sino meditar en lo que tu Salvador pagó?
¿Rompe tu amigo sus promesas? ¿No hizo honor a sus palabras tu jefe? Lo
lamento, pero antes de hacer algo, responde esta pregunta: ¿Cómo
reacciona Dios cuando rompes las promesas que le haces?
¿Te han mentido? El engaño duele. Pero antes de que contraigas los puños, piensa: ¿Cómo respondió Dios cuando le mentiste?
¿Te han echado a un lado? ¿Te han olvidado? ¿Te han dejado atrás? El
rechazo duele. Pero antes de desquitarte, sé franco contigo mismo.
¿Alguna vez has descuidado a Dios? ¿Has estado siempre atento a su
voluntad? Ninguno lo ha estado. ¿Cómo reacciona Él cuando lo descuidas?
La clave para perdonar a otros es dejar de mirar lo que te hicieron y empezar a mirar lo que Dios hizo por ti.
Pero, Max, ¡eso no es justo! Alguien tiene que pagar por lo que este
hombre me hizo. Estoy de acuerdo. Alguien debe pagar, y Alguien ya lo ha
hecho.
No comprendes, Max, este hombre no merece gracia. No merece
misericordia. No es digno de perdón. No digo que lo sea. Pero, ¿lo eres
tú?
Además, ¿qué otra alternativa tienes? ¿Odio? La alternativa no es atractiva. Mira lo que ocurre cuando te niegas a perdonar:
“Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que debía” (Mateo 18.34).
Los siervos que no perdonan siempre acaban en prisión. Prisiones de ira,
culpa y depresión. Dios no tiene que meternos en la cárcel; creamos una
propia. “Hay quienes llegan a la muerte llenos de vigor, felices y
tranquilos… Otros, en cambio, viven amargados y mueren sin haber probado
la felicidad” (Job 21.23-25, VP).
Ah, el apretón gradual del odio. Su daño empieza como una rajadura en el
parabrisas. Gracias a un camión que corría a toda velocidad por una
carretera de grava, mi parabrisas sufrió un deterioro.
Con el tiempo la muesca se hizo una rajadura y esta se convirtió en una
serpenteante fisura. Pronto, el parabrisas era una telaraña de
fragmentos. No podía conducir mi automóvil sin pensar en el tonto que
condujo su camión demasiado rápido.
Aun cuando nunca pude verlo, podía describirlo. Sin duda es un vagabundo
insensible que le es infiel a la esposa, conduce con una decena de
cervezas en su asiento y sube el volumen del televisor tan alto que los
vecinos no pueden dormir. Su descuido bloqueó mi visión. (Tampoco hizo
gran cosa por mi vista fuera del parabrisas).
¿Has oído alguna vez la expresión “ira ciega”?
Permíteme ser muy claro. El odio te amargará la perspectiva y te romperá
la espalda. La amargura es una carga sencillamente demasiado pesada.
Las rodillas se doblarán por el esfuerzo y el corazón se romperá bajo el
peso.
La montaña que tienes delante es ya bastante empinada sin el peso del
odio en la espalda. La alternativa más sabia, la única alternativa, es
que deseches la ira. Jamás te llamarán a que des a nadie más gracia de
la que Dios ya te ha dado.
Durante la Segunda Guerra Mundial un soldado alemán se lanzó a un cráter
de mortero fuera del camino. Allí encontró a un enemigo herido. El
soldado caído estaba empapado en sangre y a minutos de la muerte.
Conmovido por la suerte del hombre, el alemán le ofreció agua. Mediante
esta pequeña bondad se formó un vínculo. El moribundo señaló el bolsillo
de su camisa; el alemán sacó de allí una billetera y de esta unos
retratos de familia. Los sostuvo frente al herido para que este pudiera
contemplar a sus seres queridos por última vez.
Con las balas silbando por encima de sus cabezas y la guerra rugiendo a
su alrededor, estos dos enemigos fueron, por unos momentos, amigos.
¿Qué ocurrió en ese cráter de mortero? ¿Cesó todo el mal? ¿Se arreglaron
todas las ofensas? No. Lo que ocurrió fue simplemente esto: Dos
enemigos se vieron cada uno como humanos necesitados. Esto es perdón.
El perdón empieza al elevarse por encima de la guerra, al mirar más allá
del uniforme y al decidir ver al otro, no como un enemigo y ni siquiera
como amigo, sino solo como un compañero de luchas que anhela llegar
seguro a casa.
Tomado del libro: En manos de la gracia
Por: Max Lucado
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